jueves, 12 de junio de 2025

El efecto mariposa



Cris llevó sus ojos hacia la ventana de su despacho, admirando la panorámica que ofrecían las lejanas montañas en aquella tarde de primavera. Al cabo de unos segundos, contempló el errático y cautivador baile que, tras el cristal, realizaban dos mariposas. Con una tierna sonrisa en los labios, tomó el móvil , se levantó de la silla y abrió la ventana de par en par. En ese preciso instante sonó el timbre de su casa. Apresuradamente, abandonó el despacho convencido que se trataba del paquete que estaba aguardando.

Al abrir la puerta, se encontró a su hermana mayor. La alegría en el rostro de Cris se desvaneció, apareciendo en su lugar una mueca de decepción.

—¡Joder! Menuda cara se te ha puesto al verme. Ni que fuera tu ex. 

—Perdona, es que creía que era algo que estaba esperando...  ¿Qué te trae por aquí?

—Pues verás, me voy de fin de semana y no puedo llevarme al perro y me preguntaba si...

—¿Y cómo sabes que yo no me voy a alguna parte? —interrumpió Cris.

—Pues porque tú nunca vas a ningún lado. ¿Me harás este favor?

—Está bien, lo haré —contestó con resignación. 

—Gracias hermanito. Aquí están las llaves —dijo tendiéndole el manojo—. Te lo recompensaré.

—Ya...

Justo después de que su hermana se marchara, a Cris le pareció ver a las dos mismas mariposas de la ventana, ahora revoloteando frente a él. Sacó el móvil de su bolsillo y dio unos pasos hacia ellas intentando hacerles un vídeo. De repente, una corriente de aire hizo que la puerta de su casa se cerrara de golpe, se dio la vuelta y, automáticamente, palpó sus bolsillos confirmando lo que ya sabía: las únicas llaves que tenía eran las de casa de su hermana, las de la suya, se las había dejado encima de la mesa del despacho.

—¡Mierda! —exclamó con rabia empujando en vano la puerta. 

Cabreado consigo mismo, cogió su Smartphone y buscó el número de un cerrajero de emergencia. En el momento en que colgaba la llamada, vio de nuevo a las dos mariposas. De pronto, observó a un adolescente y a un niño pequeño que, montados en un patinete eléctrico, subían por la acera a gran velocidad. Iba a llamarles la atención cuando la rueda delantera del patinete se clavó en una hendidura del suelo. El adolescente aterrizó de bruces en la acera a pocos metros de él, mientras que el niño fue a parar a la calzada. Sin pensarlo dos veces, Cris se lanzó hacia el pequeño.

El dolor que sentía era de una intensidad increíble, aún así, sus ojos no paraban de escrutar entre la gente que se había agolpado a su alrededor. Una señora de mediana edad se le acercó y, arrodillándose junto a él, le dijo con voz suave:

—La ambulancia está de camino, aguante.

Cuando estaba a punto de decir algo, pudo ver al niño haciéndose un hueco entre dos personas. Respiró aliviado. Había conseguido salvarle. A poca distancia escuchó la voz de un hombre que se lamentaba amargamente:

—No pude frenar… Dios mío... no pude frenar el autobús a tiempo.

Cris intentó moverse y sintió una desgarradora oleada de dolor.

—Quédese quieto, la ayuda no tardará —señaló la mujer que continuaba a su lado.

De nuevo dirigió su mirada hacia el pequeño, quien seguía observándole completamente absorto. Una vez más, las dos mariposas aparecieron y empezaron a danzar vivamente alrededor del niño. Los ojos de Cris se llenaron de lágrimas mientras sus labios esbozaban una leve sonrisa.

miércoles, 11 de junio de 2025

La autopsia



En las últimas semanas su mujer le había advertido que le veía muy despistado y con extraños comportamientos. Durante todo aquel fin de semana ella se había mostrado muy seria y le había dejando caer algún que otro comentario al respecto, pero la situación terminó por estallar el domingo por la noche en que, visiblemente enfadada, le pegó una monumental bronca exigiéndole que, al día siguiente, en cuanto fuera a trabajar al hospital, se hiciera un exhaustivo chequeo.

Miguel sabía que ella tenía razón, no le había contado nada para no preocuparla, pero llevaba con  lagunas de memoria desde hacía casi un mes. La reprimenda de su mujer le había dado el empujón que necesitaba para pedir una consulta en neurología. 

Miguel entró por la puerta del hospital, dio los buenos días a la nueva recepcionista, que le devolvió el saludo con una agradable sonrisa y fue a tomar un café. A su mesa se acercó la jefa de traumatología.

—¿Cómo estás? —preguntó con gesto grave.

—Bien. A ver si consigo despertar con este café ¿Y tú?

—Yo he tenido de guardia, por suerte este fin de semana no ha sido especialmente movido.

—Me alegro… bueno —dijo él dando el último sorbo a la taza —el trabajo me reclama.

—Por supuesto. Cuidate.

Miguel salió de la cafetería intrigado por el tono que la traumatóloga había utilizado al preguntarle cómo estaba pero, sobe todo, por la pesadumbre que su rostro había manifestado.  Una punzada de inquietud le atravesó la mente ante la posibilidad de que en el hospital hubieran notado sus lagunas de memoria.

«A la hora del almuerzo iré a neurología» pensó para sus adentros. Ahora solo tenía ganas de concentrarse en el trabajo e intentar olvidarse de todo aquello por un rato.

Tras tomar el ascensor, bajó una planta girando a su derecha, avanzó hasta el final de un largo pasillo y accedió a la primera sala que quedaba a su izquierda. Tras un par de minutos, salió por la puerta con su bata azul, guantes y una mascarilla puesta. De repente, se detuvo un momento, miró alrededor y se tocó los bolsillos, a continuación siguió andando hasta haber rebasado el ascensor, luego, entró por la puerta de le sala que se hallaba a su izquierda.

Miguel se acercó a un hombre tumbado en una camilla, apartó la sábana y metió su mano derecha en el bolsillo sacando un bisturí. Se lo acercó al pecho y empezó a cortar desde el borde superior del tórax, la sangre empezó a brotar de inmediato.

—¡Eh! ¡¿Qué está haciendo?! ¡¡Pare!! —gritó a su espalda un alarmado enfermero.

Miguel se detuvo en seco, dio  un paso atrás y, después de bajarse la mascarilla, dejó caer el bisturí al suelo.

Mientras el enfermero taponaba la herida del paciente, una doctora entró por la puerta. 

—¿Pero qué pasa aquí? —preguntó airada

—¡Ha abierto al paciente sedado! —exclamó el enfermero muy alterado.

La doctora se giró y manifestó atónita:

—¡¿Cómo?!… ¡¡Miguel!! ¡¡Joder!! ¡¿Qué has hecho?! 

Miguel, mirando estupefacto su ensangrentada mano enguantada, respondió balbuceante:

—Yo… yo estaba en mi… mi sala de autopsias… 

—¡¿Y qué haces aquí?! ¡¿Cómo has hecho esto?! 

—No lo sé… te juro que no lo sé…  Ella me había advertido hace semanas… ayer mismo me hizo prometerle que me haría una visita… dios mío… tenía que haberle hecho caso a mi mujer, ella…

—¿Pero qué demonios estás diciendo? —interrumpió con asombro la doctora, quien hizo una leve pausa y prosiguió—: Miguel, tu mujer murió hace un mes.


domingo, 1 de junio de 2025

El abuelo



El abuelo, como de costumbre, se hallaba en el porche de la casa meciéndose plácidamente en su añejo balancín. A lo largo de la mañana había ido observando como el cielo se encapotaba. Ahora tenía la mirada puesta en la carretera, abstraído en el ir y venir de los vehículos que circulaban a gran velocidad.

-Once y un minuto -dijo el abuelo de repente.

-No abuelo, falta poco pero aún no son las once. -respondió su nieta desde el umbral de la puerta, sin levantar la vista del móvil.

-Agua.

-¿Quieres agua abuelo?

-Humo.

La nieta, sorprendida por sus palabras, entró en casa y fue en busca de su madre, a quien encontró en la cocina.

-Mamá ¿El abuelo ha tomado hoy las pastillas? Está ausente y dice cosas extrañas.

-Las ha tomado pero ya sabes que, aún así, de vez en cuando suelta algo fuera de lugar.

--Sí, pero hoy está especialmente raro.

La nieta llenó un vaso con agua y salió al porche.

-Aquí está el agua abuelo.

El abuelo hizo caso omiso y permaneció impasible con los ojos fijos en la carretera.

-¿Abuelo?

Entonces se oyó un gran estruendo, dos coches habían chocado de frente y uno de ellos se estaba incendiando. En ese momento, empezó a caer una tímida llovizna y una oscura humareda envolvió la carretera.

domingo, 25 de mayo de 2025

Pensamientos XXII

-Los ruidos de la razón enmudecen la inteligencia.

-Por claro que el destino se manifieste, insondable permanece.

-Mientras los ojos escrutan el presente, el alma susurra al horizonte.

-El mar ahoga la tristeza anclada por el mal.

-Sin senda por la que llegar al final, el final será el camino.

-El espíritu se sabe uno y parte a la vez.

-El universo busca equilibrios, la mente sus límites.

-Sabio es el sentimiento que comprende su razón.

-Es el foco y no el destino quien dirige al sinsentido

-Las sombras del mundo alumbran la imaginación 

-Cuando el alma se quiebra el espíritu se revela. 


viernes, 9 de mayo de 2025

Señales



Después de la visita de su hermana mayor y su agotador hijo pequeño, quien no paró de jugar y corretear por toda la casa ni un segundo, Sandra se había propuesto escribir un nuevo relato. Tras casi veinte minutos frente al monitor borrando todo lo que iba tecleando, el editor de texto permanecía con la página en blanco. 

Se encontraba pensativa mirando fijamente la pantalla, cuando vio como el pequeño y titubeante cursor avanzó por si solo tres espacios y se detuvo. Atónita, se incorporó en su silla sin apartar los ojos del cursor. No se movió más. Sandra supuso que la barra espaciadora se habría quedado medio enganchada. Dio varios toques a la barra y regresó al inicio del documento, luego, se concentró en hallar la frase con la que dar pie a su relato. 

De pronto, el cursor avanzó nuevamente tres posiciones, aunque en esta ocasión lo hizo con un segundo de diferencia entre espacio y espacio. Sandra esbozó una sonrisa y tecleó:

«Estate quieto ya»

Como si se tratara de una respuesta, el cursor volvió a moverse tres espacios de forma consecutiva y sin pausa alguna. Sandra borró lo escrito y aguardó con los ojos clavados en la pantalla. Instantes después, el cursor repitió una secuencia de tres espacios por tres veces, de la misma forma en que lo había hecho con anterioridad.

 —¡¿Pero qué coño...?! —murmuró.

Una idea cruzó por su mente, tomó el ratón y minimizó el editor. Abrió el programa de protección antivirus e inició un escaneo de seguridad de su equipo, mientras buscaba por internet alguna información sobre virus que pudieran provocar efectos parecidos en un ordenador.

Tras media hora larga de consultas, no sacó nada en claro. La cuestión podía ir desde un fallo del propio programa a que alguien se hubiera apoderado del control de la computadora y estuviera jugando con ella. Agobiada, se levantó de la silla y salió del despacho, fue a la cocina y se preparó un café.

Estaba dando el último sorbo a la taza, cuando se le ocurrió algo. Cogió su móvil y le mandó un WhatsApp a uno de sus mejores amigos quien, a parte de ser un entendido en ordenadores, era todo un friki de los fenómenos extraños. Aquello le iba a encantar. 

Tras mandar el mensaje regresó al despacho. Acababa de sentarse frente a la pantalla cuando su teléfono emitió el sonido de notificación. Su amigo había respondido. Sandra abrió el WhatsApp y lo leyó de inmediato:

 «La hostia! Es raro de cojones. Puede que sea un mal funcionamiento o un hackeo pero también cabe la posibilidad que alguien o algo se esté comunicando para pedirte ayuda. Esa secuencia de espacios es código morse de manual. Es un S.O.S.»

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Sandra, pensando que la línea que separaba la genialidad de la locura era muy fina y que su amigo se había encargado de borrarla hacía ya tiempo. De todos modos, le contestó agradeciéndole la explicación y diciéndole que le informaría si pasaba algo más.

Acto seguido, devolvió sus ojos a la pantalla del ordenador en la que aparecía la ventana del buscador de internet. Escribió en él «S.O.S. Morse» y comprobó que las letras del acrónimo de socorro se correspondían con una serie de tres puntos, tres rayas y tres puntos y que también podían realizarse con una serie de pulsaciones o ráfagas. Meditabunda, regresó a la pantalla de inicio del buscador. De repente, en el recuadro de texto, el cursor repitió la secuencia. 

Ahora estaba convencida de que alguien se había metido en su ordenador. Inquieta, tomó el móvil y llamó por teléfono a su amigo para contarle lo ocurrido.

—Mi opción es mejor que la tuya —expuso su amigo tras escucharla.

—¿Y eso por qué? —preguntó con extrañeza.

—Pues porque si es un hacker jugando contigo es mucho más jodido. Mejor que sea alguien pidiendo ayuda, aunque sea un fantasma digital.

—Muy gracioso... ¿Y qué puedo hacer?

—Comprobar si tienes un intruso en el sistema.

—¿Y cómo lo hago?

—Lo primero es averiguar si alguien está conectado a tu red o a tu ordenador. Luego te paso unos enlaces en los que se explica como hacerlo. Si no encuentras nada, entonces queda la explicación alternativa. 

—Miedo me das… ¿Y qué explicación es esa?

—Pues que podría ser una llamada de socorro de alguien cercano a ti que se estuviera manifestando a través del ordenador, o de un espíritu que habitara en tu piso o en el edificio. 

—De momento miraré lo del intruso y luego ya iremos viendo.

—Bueno, sea lo que sea, mantenme informado —apuntó su amigo.

—No lo dudes.

Tras despedirse, Sandra abandonó el despacho, fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Antes de que hubiera terminado de beber, recibió en el móvil el mensaje de su amigo con los enlaces. Sandra se disponía a darle las gracias cuando observó estupefacta como el cursor de la ventana de texto realizaba otra vez la misma secuencia.

—Mierda —murmuró para sí.

Mientras empezaba a escribir un nuevo WhatsApp a su amigo, Sandra se dio la vuelta para abandonar la cocina, en ese preciso instante, su pie derecho pisó un pequeño objeto que hizo que resbalara y cayera de espaldas.

El impacto contra el suelo la dejó inconsciente. Al cabo de un par de segundos, una pequeña mancha de sangre comenzó a aparecer tímidamente junto a la cabeza. A escasos centímetros de su mano se hallaba el teléfono móvil, de pronto, a través de él se escuchó la lejana voz de su amigo:

—Sabes que no me gustan las llamadas por WhatsApp...  ¿Sandra?... ¿Sandra?


viernes, 2 de mayo de 2025

Sombras



Hugo se miró al espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. La imagen que le devolvió era borrosa pero podía verse a él mismo como si fuera una película: estaba saliendo sonriente por la puerta de la discoteca y le acompañaba una chica rubia. Dio un paso hacia el espejo y la imagen cambió, ahora ambos se encontraban en el asiento trasero de su coche mirándose fijamente. De repente, el reflejo se ensombreció y contempló atónito como sus manos se lanzaban hacia ella y empezaban a estrangularla, cuando los verdes ojos de la chica perdieron todo brillo de vida, la imagen saltó de nuevo y se vio arrastrando al cuerpo inerte fuera del vehículo.

—¡Hijo! ¡Despierta! —exclamó su madre moviéndole el brazo.

—¡¿Qué?! —manifestó Hugo entre confuso y alterado.

—Estabas teniendo una pesadilla —apuntó su madre en voz baja.

—Sí... una pesadilla —comentó haciéndose consciente de que se hallaba tumbado en el sofá del salón.

—Eso te pasa por mirar esas dichosas series de zombis… y por beber demasiado. Venga, espabila y avisa a tu hermana de que en menos de media hora comemos.

Hugo se levantó con gran lentitud a causa de la fuerte resaca que padecía y se dirigió a la habitación de Paula aún pensando en la pesadilla. Por absurdo que resultara, aquel sueño le había dejado intranquilo. El alcohol le nublaba la memoria de buena parte de la noche, pero se acordaba perfectamente de que en la discoteca había ligado con una chica rubia. Lo siguiente que recordaba era despertar en el coche y llegar a casa alrededor de las cinco de la mañana.

Frente a la puerta de su hermana, llamó por tres veces con los nudillos y dijo:

—Paula, media hora y comemos.

Siguió por el pasillo, entró en su habitación y se tumbó en la cama boca arriba.

«Ha sido solo una pesadilla» pensó, mientras escudriñaba su mente en busca de algún recuerdo de después de haber abandonado la discoteca.

De pronto, se alzó de golpe de la cama, tomó las llaves del coche y salió a la calle. A unos veinte metros se hallaba aparcado su automóvil. Accionó el mando a distancia para abrir la puerta y examinó la parte delantera. Nada sospechoso. Acto seguido, pasó a la parte de atrás. Cuando estaba apunto de cerrar la puerta, sus ojos detectaron algo a los pies del asiento. Se agachó y lo recogió, comprobando que se trataba de un pequeño pendiente de plata con forma de triángulo. Al levantar la cabeza vio varios pelos largos sobre el asiento. Tomó uno de ellos y los sacó del coche para observarlo a la luz del día. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al constatar que el cabello era rubio.

—Vamos, no seas imbécil —se dijo a si mismo intentando reprimir en vano los pensamientos que acudían a su mente.

La angustiosa inquietud que sentía hizo que se dirigiera al maletero. Durante unos segundos se quedó frente a él, mirándolo con el corazón en un puño, finalmente lo abrió. Vacío. En el maletero no estaba el cadáver que su turbulenta mente imaginaba.

Hugo respiró aliviado. Cerró el portón trasero y, aún turbado, regresó a casa. Al entrar en el comedor vio a su padre poniendo la mesa.

—Mira que cara llevas. La fiesta de ayer no te sentó nada bien ¿Eh? —comentó en tono sarcástico.

—No, no mucho—respondió lacónicamente.

—Pues venga, haz algo útil y ve a despertar a Paula de una vez, que en un rato comemos.

—Ya he ido.

—Pues no se ha enterado… otra que tal. Tu madre a ti te ha oído llegar, pero a tu hermana no… la hora que sería.

Hugo fue de nuevo a la habitación de su hermana. En esta ocasión dio varios fuertes golpes a la puerta al tiempo que la llamaba a gritos:

—¡Paula! ¡Venga levanta! ¡Vamos a comer!

Cuando calló no fue capaz de escuchar nada en el interior de la habitación.

—¡Venga! ¡Despierta y mueve el culo! —insistió.

Hugo aproximó su oreja a la puerta pero no oyó absolutamente nada.

—¡Voy a entrar! —exclamó abriendo la puerta.

La habitación estaba vacía y la cama hecha. Ni rastro de su hermana. Con los nervios a flor de piel, fue a la cocina, allí estaban su padre y su madre.

—Paula no está —declaró con voz queda.

—¿Cómo que no está? —preguntó su madre alarmada.

—No está en la habitación. La cama está hecha. Como si no hubiera vuelto.

—¿Pero no fuisteis a la misma discoteca? —intervino su padre.

—Sí, pero ella le pidió el coche a mamá y se fue con sus amigos.

—Voy a llamarla. Id a la calle a ver si está el coche aparcado —les indicó su madre al tiempo que cogía el móvil.

Justo cuando Hugo y su padre estaban a punto de salir por la puerta de casa, la madre les llamó de un grito:

—Venid. Acaba de contestar. Está bien.

Ambos regresaron a la cocina. La madre hablaba con su hija intentando contener las lágrimas.

—No sabes lo que nos hemos asustado… podrías haber… ya… bueno, no tardes —tras colgar el teléfono miró a Hugo y declaró airada —dice que viene para acá y que ya te avisó de que se quedaba en casa de Javier y que vendría a la hora de comer.

—Lo siento. No... no lo recordaba —respondió compungido.

—Ya te vale —apuntó su padre ostensiblemente molesto—. Madura un poco, hijo, madura un poco.

Veinte minutos más tarde, su hermana llegó a casa. Hugo tuvo que aguantar un nuevo sermón de sus padres y Paula intentó disculpar a su hermano:

—La verdad es que él ayer no iba muy fino —comentó con una media sonrisa—. Debería haber pensado en que podía no acordarse de lo que le dije. Tenía que haberos mandado un mensaje o llamar esta mañana.

—Está bien —señaló la madre—. Dejémoslo. Lo importante es que al final no ha pasado nada.

—Espero que sirva de lección —señaló el padre mirando de reojo a su hijo.

Tras la comida, Paula se marchó a su cuarto y Hugo se quedó a limpiar la mesa, después, fue a la habitación de su hermana.

—¿Qué quieres hermanito?

—¿Hermanito? Te recuerdo que somos mellizos y yo salí el primero.

—La edad no es solo una cuestión física —contestó con una sonrisa burlona.

—Bueno… yo venía a preguntarte si ayer me viste en la discoteca con una chica rubia.

—Sí, te vi con ella.

—He hallado esto en mi coche —Hugo metió la mano en el bolsillo sacando el pendiente de plata—. ¿Podías preguntar a tus amigas si alguien la conoce? Es que no recuerdo el nombre ni tampoco tengo su número.

Helena le cogió el pendiente, se apartó la melena y, poniéndoselo en el lóbulo izquierdo, declaró—: Gracias por encontrarlo... y ya puedes olvidarte de esa chica. No era para ti.

—¿Cómo dices? —manifestó perplejo.

—Era una maldita zorra, pero tú no te preocupes, ya me he encargado de que no te moleste más.



viernes, 11 de abril de 2025

El cuarto día



—Te lo dije, Chus, te dije que esto podía pasar —comentó la mujer casi al borde de las lágrimas— pero tú tenías que llegar hasta el final.

—Lo siento, pero sabes que tenía que hacerlo —musitó el hombre con un rictus de dolor en la cara.

—Ya, y tenía que acabar así… no puedo entender como no te ha ayudado —respondió con amargura.

—Magda… no te pongas así, sabes que él no podía hacer nada. 

—Y menos mal que cuando te sacamos de allí tuvimos la suerte de encontrar a un doctor dispuesto a atenderte. 

—No fue suerte. Fue la providencia.  

—Pues ahora piensa bien qué futuro quieres para nosotros, o mejor dicho, piensa si quieres seguir con  vida —comentó la mujer con pesadumbre.

—Debo hacer lo que...

—No le debes nada a nadie —le interrumpió ella—. Como tú mismo has dicho, has hecho lo que tenías que hacer. Les has liberado. Ahora deja que las cosas sigan su curso. 

—Entonces tú crees que ya he cumplido mi misión.

—Más allá de cualquier límite, amor. Ahora piensa en esto: has sido dado por muerto e incluso tienes una sepultura… vamos, se te ha concedido una segunda oportunidad, aprovéchala, vive.

 El hombre la miró meditabundo con sus profundos ojos oscuros y guardó silencio. La mujer retomó la palabra:

—Te dejo para que descanses, más tarde volveré con algo de comer.  

En cuanto la mujer abandonó la estancia, el hombre  intentó incorporarse en su lecho provocándose una fuerte punzada de dolor en el costado, finalmente, desistió y volvió a tumbarse boca arriba. No podía recordar cómo le habían salvado, solo era consciente de haber despertado el día anterior. Sin embargo, se acordaba perfectamente lo ocurrido cuatro días atrás. En cuanto cerraba los ojos acudían a su mente los insultos, las vejaciones y cada uno de los momentos de intenso dolor a los que había sido sometido.

 «Ella tiene razón» pensó «He sido crucificado y aún sigo aquí. Dios ha querido que viva»



miércoles, 2 de abril de 2025

Vivo y muerto



Andrea se hallaba de pie en la cocina contemplando a Rudolf devorar una lata de pollo con verduras. Rudolf era el joven gato que su hermana le había traído la tarde anterior, justo una semana después de la desaparición de su gata Brenda. Pese a su rotunda negativa inicial, los tiernos ojos del felino hicieron que le resultara imposible rechazarlo.

La mirada de Andrea se concentró en el collar rastreador que le había puesto a Rudolf. Sin lugar a dudas, Brenda había tenido que escapar por el balcón. Aunque el acceso a las terrazas contiguas era muy complicado, había preguntado a todos los vecinos pero ninguno dijo haberla visto. Al ser un primer piso, concluyó que habría saltado a la calle y, con lo dócil que era, alguien se la habría llevado. Aquello no volvería a pasar, ahora podía localizar a su gato en todo momento.

Al terminar de comer, Rudolf se dirigió a la puerta del balcón, se quedó frente a ella y maulló. Andrea dudó por un instante pero luego le abrió la puerta. Durante unos segundos, vigiló sus movimientos hasta ver como se tumbaba al sol, acto seguido fue a darse una ducha.  

Nada más salir de su habitación fue al balcón. Rudolf ya no estaba. Andrea empezó a llamarle repetidamente pero no apareció. Pensando que se habría escondido empezó a buscar por todo el piso. No le encontró. Se dirigió de nuevo al balcón y se asomó a la calle por si había saltado. Nada. Inquieta, fue a por el móvil y activó la aplicación de rastreo. 

—¿Cómo es posible…?  —musitó mirando sorprendida la pantalla.

El localizador marcaba una ubicación aproximada a unos quince metros. Extrañada, Andrea apagó la aplicación y la volvió a encender, el resultado fue el mismo. Se movió por la casa observando que se acercaba a Rudolf cuando iba hacia la parte derecha. De repente, cayó en la cuenta de que podía estar marcando a nivel de la calle y abandonó apresuradamente el piso. Una vez fuera del edificio, siguió hacia la posición que indicaba la pantalla y anduvo calle arriba examinando los portales y los bajos de los coches. Nada. Afligida, volvió a casa.

La aplicación seguía marcando los quince metros a su derecha. Andrea fue al balcón y se acercó al separador metálico de su vecino. No creía posible que aquel joven gato hubiera subido por allí pero, de todas formas, se agarró con ambas manos al soporte lateral y estiró la cabeza para mirar al otro lado. Ni rastro del gato. Sin embargo, su ojos repararon en algo que le llamó poderosamente la atención: en un rincón se hallaba una jaula metálica rectangular con una cuerda junto a ella. 

«Qué raro» pensó recordando que su vecino no tenía mascotas.

A continuación usó el móvil  para hacer una foto a la jaula e hizo una búsqueda por internet. Andrea quedó estupefacta al comprobar que se trataba de una jaula trampa. Turbada, entró en el comedor y empezó a andar arriba y abajo, mientras su mente bullía especulando si su educado y discreto vecino podía haberle robado a Rudolf.

Un minuto después, abandonó el piso y llamó a la puerta de su vecino. No hubo respuesta. Tras un par de intentos sin resultado, regresó a casa. Andrea salió de nuevo al balcón, se armó de valor y se encaramó al lateral del separador. Por un instante miró abajo. Era solo un primer piso pero aún así le dio vértigo. Sin pensarlo más, pasó al otro lado.

Al bajar al balcón del vecino le temblaba todo el cuerpo. Nerviosa, fue hacia la puerta corredera que daba acceso al salón, rezando para que no tuviera el cierre puesto. Al llegar a ella la empujó, pero no cedió.

 —Mierda —murmuró.

Acto seguido se dirigió a una ventana, intentó moverla y esta sí se abrió. Andrea se introdujo por ella apareciendo en el dormitorio.

«Estás loca»  dijo para sus adentros mientras empezaba a inspeccionar debajo de la cama y el armario. Sin hallar a su gato, salió al pasillo y comenzó a llamarle en voz alta:

—¿Rudolf? ¿Estás aquí?... Rudolf... ven gatito ven.

Andrea entró en la siguiente habitación a su izquierda. Cuando abrió la luz quedó sorprendida al contemplar la estancia. La pared frente a ella estaba llena de pósters de temática científica. En uno de ellos aparecía la estructura de un átomo, en el siguiente, el dibujo de un jovencito Einstein en posición de lucha ante otro individuo y, otro más en el que, en la parte superior se leía «Mecánica cuántica», debajo, un complejo diagrama y, al pie de la imagen, un texto con la pregunta: «¿Onda o partícula?». Bajo los carteles había una mesa de escritorio con un portátil abierto encima y varios aparatos electrónicos que no supo identificar.

Cuando giró la cabeza a su derecha, un nuevo póster captó toda su atención. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver la siniestra imagen  de un gato negro dentro de una caja, con la mitad de su cuerpo dibujada como una calavera. A continuación, su mirada cayó en la mesa de cristal sobre la que descansaba un baúl de madera de unos sesenta centímetros de largo por cuarenta de ancho. A su lado, un trípode con un móvil encarado hacia él y, más allá, un estuche de cuero negro, un bloc de notas y un bolígrafo.

Se aproximó a la mesa y, vacilante, quitó el pequeño cierre metálico del baúl y lo abrió.

Andrea permaneció en estado de shock durante un instante, acto seguido, lanzó un grito y las lágrimas empezaran a brotar de sus ojos.

En la caja se hallaba Rudolf, estaba tendido, inmóvil y tenía la boca medio abierta. A poca distancia de su cabeza, había un pequeño frasco tumbado, al pie de una especie de mecanismo.

Andrea se enjugó las lágrimas y dirigió su mirada hacia el móvil, lo sacó del soporte y lo encendió. Estaba preparado para grabar un vídeo. De inmediato, buscó en los archivos guardados y reprodujo el más reciente. En él pudo ver como Rudolf era anestesiado y metido en el baúl. Cerró el vídeo y pasó al siguiente archivo. La grabación mostró unas manos que abrían lentamente la caja, en su interior, apareció el cadáver de Brenda.

—¡¿Qué haces tú aquí?! —oyó exclamar de repente a su espalda.

Sobresaltada, Andrea se dio la vuelta y observó a su vecino en el umbral de la puerta.

—¿Por qué… por qué les has hecho esto? —manifestó con la voz rota.

—No es nada personal. Es solo ciencia. Con este experimento daré la respuesta que nadie ha sabido dar.

—¡¿Les has matado por un experimento?!  ¡¡Estás enfermo!! —exclamó Andrea iracunda.

—Tú no lo entiendes. La muerte de estos animales no será en vano. Pasarán a la historia. En cuanto haya hecho las pruebas suficientes pondré fin a la paradoja del gato de Schrödinger.

—¿¿Qué?? —preguntó atónita.

—Schrödinger dice en su experimento teórico que el gato está vivo y muerto a la vez. Yo lo he puesto en práctica y resolveré la duda para siempre.

Andrea le miró fijamente, se movió un poco hacia el lado izquierdo y manifestó:

—Deja que me vaya... no le diré nada a nadie.

El vecino quedó en silencio por un segundo y luego expuso:

—No puedo arriesgar la investigación, es demasiado importante.

El hombre fue acercándose a ella con lentitud. En cuanto llegó a su altura intentó agarrarla. Andrea, que había tomado el bolígrafo de encima de la mesa, lanzó su mano con fuerza y se lo clavó en la cara. El vecino gritó de dolor y se llevó ambas manos hacia la mejilla herida. Ella aprovechó el momento para salir corriendo de la habitación e ir hacia la puerta de entrada al piso. 

Justo cuando la estaba abriendo, notó como la agarraban del brazo y tiraban de ella con fuerza. Andrea se volvió, le golpeó en la cara logrando que la soltara y se dirigió a toda prisa hacia la cocina. En cuanto puso un pie dentro, sintió un fuerte golpe en la espalda, yendo a parar contra la encimera.

 —Ya buscaré algún experimento para ti —apuntó él mientras se acercaba a ella con una siniestra sonrisa en los labios.  

Andrea se dio la vuelta. Su mano derecha se alzó empuñando un cuchillo de cocina y, sin dar tiempo a la reacción, se lo clavó en el cuello, luego, miró a los desorbitados ojos de su vecino y sentenció con rabia:

—Ahora eres tú el que estas vivo y muerto a la vez. 

miércoles, 12 de marzo de 2025

Pensamientos XXI

 -El apocalipsis no es un tiempo, es una dirección.

-Un alma en paz transita presentes sin ansiar futuros.

-El conocimiento no implica la victoria, aunque muestra el camino.

-Un mundo de verdades absolutas vacía mentes, uno sin certezas, deshace almas.

-No existe realidad sin el vacío que la contiene.

-Una vida no logra su forja sin quebrarse a sí misma.

-El alma renace a cada silencio de comprensión.

-Islas invisibles se elevan a cada naufragio de palabras.

-Absurdo es ser mundo en un mundo que no quiere ser.

-Yerma es la existencia que no toma sus sombras.

jueves, 6 de marzo de 2025

Libro de peluche



Gateando por el comedor, la pequeña jugueteaba con su osito de peluche preferido, cogiéndolo y lanzándolo una y otra vez. Leyendo en el sofá, el padre levantaba con frecuencia la mirada del libro para observarla.

Al cabo de unos minutos la pequeña se acercó al sofá reclamando atención. Alzó su manita y emitió un sonoro grito de protesta.

-¿Qué te pasa? -preguntó el padre dejando el libro en el sofá y tomándola en brazos.

La respuesta fue otro quejido todavía más airado. En ese momento la madre entró por la puerta del salón

-A ver que es lo que le pasa a mi pequeña -dijo acercándose a ellos.

-No lo sé. No parece que haya que cambiarla.

-A ver, déjamela.

El padre le pasó la criatura quien, aún en brazos de la madre, seguía llorando a gritos.

-Pues tampoco creo que sea hambre, quizá no se encuentre bien.

La niña se removió con fuerza dirigiendo sus manos hacia abajo.

-Está bien, está bien, ya te suelto.

En cuanto la madre la dejó en el sofá, la pequeña enmudeció, llegó hasta el libro de su padre y se abrazó a él, luego cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.


miércoles, 5 de marzo de 2025

La mancha



Alex se levantó por la mañana, fue al baño y se miró el torso en el espejo. Aquella maldita mancha rojiza seguía creciendo y ya ocupaba una parte del tórax.

Hacía una semana que le había aparecido un molesto sarpullido a la altura del esternón. Viendo que jornada a jornada se le iba extendiendo y aumentaban los picores, al tercer día decidió ir al médico de cabecera. El médico le indicó que probablemente era una alergia, le recetó un antihistamínico y le dijo que volviera al cabo de una semana.

Cuatro días después, ya no sentía tantas molestias, pero la mancha no había parado de crecer y su color rojizo era cada vez más oscuro.

Alex llamó a su mujer:

—Ruth, ven un momento.

Su mujer se acercó al baño y él le mostró la mancha.

—Esto no funciona. Creo que debería ir a urgencias —apuntó con preocupación.

—Sí. Será lo mejor.

Cuando por fin le atendieron en el hospital, le hicieron pasar a un box acompañado por su mujer. En cuestión de minutos fue examinado por una doctora, quien pidió unos análisis de sangre. Tras algo más de una hora, la doctora regresó.

—¿Saben ya lo que es? —preguntó Alex con inquietud.

—Sí, pero habrá que hacer otra prueba para confirmar el diagnóstico.

—¿Es grave? —preguntó la esposa.

—En absoluto. Es una reacción cutánea que acabará remitiendo. Ahora nos llevaremos a su marido para hacer esa última prueba y, si no hay novedad, le daremos el alta. Puede usted ir a la sala de espera.

Ruth sonrió ampliamente, le dio un beso a su marido y salió de la pequeña habitación. En cuanto ella se hubo marchado, la doctora aguardó unos segundos, miró a Alex con gesto grave y apuntó:

—No vamos a hacerle ninguna otra prueba… he de hablar con usted de una cosa.

—¿Me estoy muriendo? —preguntó asustado.

—No —respondió tajante la doctora—. Le puedo asegurar que no le pasa nada. Al contrario, Los análisis han salido perfectos.

—¿Entonces? ¿Qué demonios es esta mancha?

—La verdad es que no lo sabemos. Solo sabemos que ha sido inocuo para los afectados en todos los casos.

—¿Ha habido más casos como el mío?

—Veintisiete en los últimos diez días. Solo en este hospital.

—Madre mía... bueno, al menos no hace nada… ¿Pero qué pasa con la mancha? No me diga que va a seguir creciendo sin parar.

—No. Cuando la mancha ha ocupado el tórax por completo deja de expandirse y empieza desaparecer. En todos los afectados ha evolucionado igual

—Menos mal. Entonces ya puedo irme.

—Espere, aún no he terminado —declaró la doctora con aire serio—. Como le he dicho antes, el resto de casos han repetido la misma pauta y... —hizo una breve pausa y continuó—: en todos y cada uno de ellos, la pareja del afectado ha acabado falleciendo cuando la mancha ha llegado a su punto álgido.

Alex la miró estupefacto durante un instante y manifestó:

—No me lo creo… no... no puede ser.

La doctora tiró del cuello del jersey que llevaba bajo la bata blanca, mostrándole una mancha parecida a la suya, luego, con los ojos llorosos y voz queda, declaró:

—Se lo puedo asegurar.


viernes, 28 de febrero de 2025

Vacíos



Lucía abandonó la casa de sus padres y salió a la calle. Necesitaba tomar el aire y estar un momento a solas. No hacía una hora que habían acabado de enterrar a su madre quien, con sesenta y dos años, había fallecido la noche anterior tras un año y medio luchando contra un agresivo cáncer de hígado.

A Lucía no le quedaban más lágrimas que derramar, ahora se sentía tremendamente agotada y con un vacío en el alma que no llenaría jamás. Abrió el pequeño bolso que llevaba consigo, cogió el paquete de tabaco de su interior y encendió un cigarro dándole una intensa calada.

«Tengo que dejarlo» pensó al tiempo que echaba el humo por la boca.

Después de acabar el cigarrillo, miró al nítido cielo azul con el que aquel pequeño pueblo de montaña había amanecido y sonrió levemente pensando que su madre estaría ya ocupando su lugar allí arriba, acto seguido regresó al interior de la casa. En el salón solo encontró a su hermano Carlos hablando con su mujer.

—¿Dónde está papá? —le preguntó ella.

—Está en su habitación, quería cambiarse de ropa —respondió su hermano..

—¿Y Fran?

—Acaba de irse a la cocina a por otra botella de vino

—Ya le vale… —comentó contrariada.

Dio media vuelta y se dirigió a la cocina dispuesta a pedirle a su hermano menor que se contuviera un poco. Una vez allí, observó sobre la mesa una copa medio llena y dos botellas, una de las cuales completamente vacía, sin embargo Fran no estaba. Lucía supuso que habría ido al lavabo y esperó. Pasados un par de minutos se encaminó al cuarto de baño y llamó a la puerta con los nudillos:

—¿Fran? ¿Estás ahí? —preguntó con un poso de inquietud en la voz.

Al no obtener respuesta abrió la puerta. El baño estaba vacío.

«Este ha ido a acostarse arriba» pensó instantáneamente.

Lucía aprovechó que estaba allí para hacer sus necesidades.

—¡Enfermera! —escuchó gritar de fondo.

—¿Enfermera? —murmuró con extrañeza abrochándose los pantalones apresuradamente.

Salió del lavabo y fue directamente al comedor en el que unos minutos antes se hallaban su hermano mayor y su mujer, pero estos ya no estaban. Desconcertada, empezó a gritar llamándoles por sus nombres, al tiempo que subía las escaleras hacia la planta superior. Una tras otra fue revisando todas las habitaciones comprobando que estaban vacías. Ni rastro de su padre, de sus hermanos ni tampoco de su cuñada.

—No es posible… —musitó.

«¿Habrá pasado algo?» se preguntó con verdadera preocupación bajando las escaleras.

Lucía, sin dejar de llamar en voz alta a su familia, examinó de nuevo las estancias de la planta de abajo sin resultado. Al llegar al comedor, la parte racional de su mente había tomado las riendas. No le quedaba duda que tenían que estar todos en la calle. Pensó que si hubiera sucedido algo la habrían avisado y, en cuanto al grito de «enfermera», se le ocurrió que debía ser por la visita de la vieja enfermera del pueblo, vecina y buena amiga de su madre que, pese a su mermado estado de salud, habría hecho el esfuerzo de ir a darles el pésame.

Justo antes de abrir la puerta de la calle escuchó una voz femenina desde el exterior que dijo:

—No se puede hacer nada.

Lucía abrió la puerta y, asombrada, observó que allí no había nadie.

Miró a un lado y a otro y luego anduvo hacia la derecha para ver más allá de la curva que hacía la calle. No había ni un alma. Tras quedar pensativa unos segundos, prosiguió unos metros hasta la casa de la vieja enfermera. Llamó al interfono. Nada. Pulsó un par de veces más el botón pero no hubo contestación alguna. Finalmente desistió y regresó por donde había venido.

—¡¿Pero qué…?! —exclamó al llegar a la altura de casa de sus padres.

Con absoluta estupefacción, miró varias veces a su alrededor sin dar crédito a lo que acababa de contemplar: la puerta de la casa había desaparecido, y no solo la puerta, no había ni balcón ni tampoco ventanas. La fachada entera se había transformado en una uniforme pared blanca que iba desde el tejado mismo hasta la acera y que se fundía a ambos lados con los edificios contiguos.

Lucía clavó sus desorbitados ojos en el suelo intentando recapacitar. Aquello no podía ser más que una pesadilla o una alucinación. O se había quedado dormida en casa de sus padres o la muerte de su madre la había trastocado mucho más de lo que creía. Si estaba siendo un sueño tendría que despertar en un momento u otro pero, si se trataba de un delirio, necesitaba ayuda de forma urgente. A continuación, se puso a llamar a la puerta de varias casas de las que no obtuvo respuesta. Con una mezcla de angustia y temor echó a correr calle arriba.

Un minuto más tarde se hallaba en el centro de aquel pequeño municipio. Todo estaba cerrado. Ni una sola persona y tampoco nadie contestaba desde las casas,

«Esto es una locura» Se dijo a si misma llena de frustración.

Siguió avanzando por aquel desierto pueblo hasta encontrar la iglesia en la que habían celebrado el funeral de su madre. Se sentó en el suelo, se tapó la cara con las manos y lloró amargamente. Secándose las lágrimas levantó la cabeza y, mirando al resplandeciente cielo azul musitó:

—Mamá... ayúdame.

Segundos después, Lucía se puso en pie y empezó a andar hacia las afueras del pueblo, entró en el cementerio, se dirigió a la sepultura de su madre y se tumbó junto a ella.



—¿Mamá?... ¿Puedes oírme?... ¿Mamá? —manifestó Claudia con la voz rota.


—No creo que pueda. La pobre estaba ya muy débil —indicó con ternura la enfermera.


En ese preciso instante, desde la cama de hospital en la que se hallaba, Lucía entreabrió los ojos, esbozó una leve sonrisa, exhaló su último suspiro.

jueves, 27 de febrero de 2025

Desvelado



De nuevo otra noche en blanco y ya era la cuarta. A las dos y nueve minutos de la madrugada se levantó de la cama pensando en lo que le esperaba: vueltas y más vueltas sin poder pegar ojo. Jeremías se maldijo a si mismo por haber rechazado las pastillas somníferas que le había ofrecido su hermana, creyendo que, al fin, aquella noche dormiría de forma natural por el agotamiento acumulado.

Hastiado, se dirigió al comedor sentándose en el sofá, puso la televisión y fue cambiando de canal: publicidad, un vidente, más publicidad, una película de serie B… finalmente optó por quedarse en uno de los canales de noticias veinticuatro horas.

Al llegar a la sección de internacional a Jeremías se le cerraron los párpados. En ese preciso instante, la voz de la locutora llamó su atención:

—Ahora no vayas a dormirte, que viene lo mejor.

Automáticamente, abrió los ojos y se incorporó en el sofá mirando asombrado hacia la pantalla del televisor, donde la presentadora había empezado a dar la noticia del enésimo encarecimiento de las materias primas a causa de los problemas de abastecimiento a nivel mundial.

—Mierda, estoy empezando a alucinar —masculló entre dientes.

Estuvo casi un minuto con la vista fija en la pantalla para asegurarse de que mantenía su mente bajo control y que nadie volvía a dirigirse a él, después, apagó el televisor y se fue a la cocina a prepararse un vaso de leche caliente.

Abrió la puerta de la nevera y cogió el tetrabrick de leche, cuando observó de reojo como si en el estante superior del frigorífico algo se hubiera movido. Se quedó mirando durante unos segundos la sección de los quesos y yogures sin advertir nada raro. De pronto, algo asomó por detrás de los yogures. Increíblemente, una lagartija de color verde oscuro había aparecido ante su atónita mirada y acabó por posarse encima de uno de los quesos.

—¡¡Joder!! —exclamó dando un respingo y cerrando la puerta de golpe.

Jeremías clavó sus asombrados ojos en la nevera, asqueado por la repugnancia que siempre le habían provocado aquellos bichos. Un momento después, dejó el brick en la encimera, tomó una espátula de cocina y abrió de nuevo el frigorífico.

Aquella alimaña ya no estaba. Haciendo de tripas corazón y con todos su cuerpo en tensión, tocó con la espátula los quesos, sin embargo, la lagartija no salió. Repitió la acción con algo más de fuerza moviendo las porciones de queso y los yogures pero el bicho continuó sin aparecer. Acto seguido se puso a revisar el resto de secciones de la nevera con el mismo resultado. Finalmente, se dio por vencido y cerró el frigorífico convencido de que había sufrido otra alucinación.

Jeremías se preparó el vaso de leche caliente y se lo bebió mientras intentaba calmarse. En cuanto terminó, sus ojos se desviaron hacia el tetrabrick que descansaba en la encimera y que debía guardar en la nevera. Valoró la idea de dejarlo allí hasta por la mañana, sin embargo, decidió no dejarse llevar por el miedo a una burda visión.

Con un poso de temor, abrió la puerta del frigorífico y sus vista fue directamente al lugar de donde había salido la lagartija. Ni rastro del animal. Aliviado, dejó el brick en su sitio y cerró la nevera.

Ya más relajado, regresó a la cama con la esperanza de que el vaso de leche hiciera algún efecto. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos. Pasaron los minutos y volvió a las vueltas en la cama y a la angustia de no poder dormir. De repente, el ruido de la lavadora poniéndose en marcha hizo que se incorporara de golpe. Estupefacto, se levantó y se encaminó a la galería que quedaba justo al lado de la cocina.

Al abrir la puerta y encender la luz, la lavadora se detuvo y el tambor vacío de ropa dio su última vuelta hasta parar definitivamente, entonces, unos huesuda garra apareció en su interior arañando la puerta con unas largas y afiladas uñas. Horrorizado, Jeremías lanzó un grito y abandonó la galería precipitadamente. Al salir, tropezó y cayó al suelo golpeándose la frente contra la encimera.

Diez minutos más tarde despertó dolorido y confuso. Jeremías se llevó la mano a la cabeza y se levantó. En el suelo observó una pequeña mancha de sangre. En ese instante, le sobrevino el recuerdo de la espeluznante garra en el interior de la lavadora. Un escalofrío recorrió su cuerpo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para convencer a su mente de que aquello no había sido más que ser otra alucinación causada por la falta de sueño. A continuación, se lavó la frente con agua fría y se secó con un trapo de cocina que quedó enrojecido por los restos de sangre de su cabeza. 

Estaba a punto de tirar el trapo a la basura cuando un sobrecogedor gemido hizo que se quedara sin aliento. Su ritmo cardíaco se aceleró y todos sus músculos se tensaron. Se dio la vuelta escuchando con atención y le pareció que el estremecedor sonido  procedía del comedor. Se encaminó al salón con la esperanza que fuera cosa de los vecinos.

Al entrar, pulsó el interruptor iluminando el comedor. Allí no había nada. De repente la luz se apagó dejando a oscuras la sala. Jeremías intentó abrirla de nuevo pero no funcionó. En ese momento, el televisor se encendió a la vez que el gemido reaparecía. Miró a la pantalla. En ella no había ninguna imagen, solo una neblina blanca. Sin embargo, la luz que emitía el televisor le permitió ver como algo se arrastraba por el suelo avanzando hacia él. 

Ahora podía verlo con claridad. Tenía forma humana y el rostro esquelético. Carecía de piernas. Una de sus manos era una garra y la otra solo un muñón. De pronto, la cadavérica boca de aquel ser se abrió lanzando un nuevo y aterrador gemido.

Atemorizado, Jeremías abandonó corriendo el salón y fue a su habitación. Cerró la puerta apoyando todo el peso de su cuerpo contra ella.  Al cabo de unos segundos intentó sosegarse repitiéndose a si mismo:

—Esto no es real, esto no es real, esto no es real…

Tras recuperar un poco la calma, se le ocurrió algo que podía hacer que su mente dejara de temer a aquellas alucinaciones y quizás incluso detenerlas. Convencido, tomó su smartphone y abandonó la habitación  regresando al comedor. Allí seguía el terrorífico ser quien, al verle, gimió de nuevo.

Jeremías activó la cámara del móvil y le hizo una foto, después comprobó la instantánea observando la presencia del ser en ella. Seguidamente, buscó el contacto de su hermana, le envió la imagen y la llamó por teléfono. Al sexto tono su hermana respondió.

—¿Jeremías?  —preguntó con voz de adormilada.

—Siento despertarte, pero necesito tu ayuda.

—¿Te ha pasado algo? —preguntó alarmada.

—No... escucha, te he enviado una foto. Tienes que decirme que ves en ella.

—¿Cómo?

—Tú mira la foto y dime lo que ves —apremió.

Jeremías esperó la respuesta de su hermana.

—Solo veo el comedor de tu casa.

—Gracias y perdona.

Satisfecho, colgó la llamada y miró al espantoso ser que había seguido arrastrándose y ahora se hallaba a escaso medio metro de él. Jeremías esbozó una sonrisa y le dijo:

—Sé que no estás aquí.

De repente, sintió varias punzadas de dolor en la pierna derecha, volvió sus ojos hacia ella y contempló con horror como la huesuda garra amputada que había visto en el interior de la lavadora le subía por su gemelo desgarrándole la carne con sus uñas.

Jeremías se inclinó para quitársela de encima cuando escuchó un nuevo y espeluznante gemido. Aquel ser estaba apoyado en su propio muñón y se había incorporado lo suficiente como para llegar hasta su garganta. Jeremías sintió como sus afiladas uñas le rasgaban sin piedad, sumiéndole en la más profunda de las oscuridades.


El efecto mariposa

Cris llevó sus ojos hacia la ventana de su despacho, admirando la panorámica que ofrecían las lejanas montañas en aquella tarde de primavera...