Andrea se hallaba de pie en la cocina contemplando a Rudolf devorar una lata de pollo con verduras. Rudolf era el joven gato que su hermana le había traído la tarde anterior, justo una semana después de la desaparición de su gata Brenda. Pese a su rotunda negativa inicial, los tiernos ojos del felino hicieron que le resultara imposible rechazarlo.
La mirada de Andrea se concentró en el collar rastreador que le había puesto a Rudolf. Sin lugar a dudas, Brenda había tenido que escapar por el balcón. Aunque el acceso a las terrazas contiguas era muy complicado, había preguntado a todos los vecinos pero ninguno dijo haberla visto. Al ser un primer piso, concluyó que habría saltado a la calle y, con lo dócil que era, alguien se la habría llevado. Aquello no volvería a pasar, ahora podía localizar a su gato en todo momento.
Al terminar de comer, Rudolf se dirigió a la puerta del balcón, se quedó frente a ella y maulló. Andrea dudó por un instante pero luego le abrió la puerta. Durante unos segundos, vigiló sus movimientos hasta ver como se tumbaba al sol, acto seguido fue a darse una ducha.
Nada más salir de su habitación fue al balcón. Rudolf ya no estaba. Andrea empezó a llamarle repetidamente pero no apareció. Pensando que se habría escondido empezó a buscar por todo el piso. No le encontró. Se dirigió de nuevo al balcón y se asomó a la calle por si había saltado. Nada. Inquieta, fue a por el móvil y activó la aplicación de rastreo.
—¿Cómo es posible…? —musitó mirando sorprendida la pantalla.
El localizador marcaba una ubicación aproximada a unos quince metros. Extrañada, Andrea apagó la aplicación y la volvió a encender, el resultado fue el mismo. Se movió por la casa observando que se acercaba a Rudolf cuando iba hacia la parte derecha. De repente, cayó en la cuenta de que podía estar marcando a nivel de la calle y abandonó apresuradamente el piso. Una vez fuera del edificio, siguió hacia la posición que indicaba la pantalla y anduvo calle arriba examinando los portales y los bajos de los coches. Nada. Afligida, volvió a casa.
La aplicación seguía marcando los quince metros a su derecha. Andrea fue al balcón y se acercó al separador metálico de su vecino. No creía posible que aquel joven gato hubiera subido por allí pero, de todas formas, se agarró con ambas manos al soporte lateral y estiró la cabeza para mirar al otro lado. Ni rastro del gato. Sin embargo, su ojos repararon en algo que le llamó poderosamente la atención: en un rincón se hallaba una jaula metálica rectangular con una cuerda junto a ella.
«Qué raro» pensó recordando que su vecino no tenía mascotas.
A continuación usó el móvil para hacer una foto a la jaula e hizo una búsqueda por internet. Andrea quedó estupefacta al comprobar que se trataba de una jaula trampa. Turbada, entró en el comedor y empezó a andar arriba y abajo, mientras su mente bullía especulando si su educado y discreto vecino podía haberle robado a Rudolf.
Un minuto después, abandonó el piso y llamó a la puerta de su vecino. No hubo respuesta. Tras un par de intentos sin resultado, regresó a casa. Andrea salió de nuevo al balcón, se armó de valor y se encaramó al lateral del separador. Por un instante miró abajo. Era solo un primer piso pero aún así le dio vértigo. Sin pensarlo más, pasó al otro lado.
Al bajar al balcón del vecino le temblaba todo el cuerpo. Nerviosa, fue hacia la puerta corredera que daba acceso al salón, rezando para que no tuviera el cierre puesto. Al llegar a ella la empujó, pero no cedió.
—Mierda —murmuró.
Acto seguido se dirigió a una ventana, intentó moverla y esta sí se abrió. Andrea se introdujo por ella apareciendo en el dormitorio.
«Estás loca» dijo para sus adentros mientras empezaba a inspeccionar debajo de la cama y el armario. Sin hallar a su gato, salió al pasillo y comenzó a llamarle en voz alta:
—¿Rudolf? ¿Estás aquí?... Rudolf... ven gatito ven.
Andrea entró en la siguiente habitación a su izquierda. Cuando abrió la luz quedó sorprendida al contemplar la estancia. La pared frente a ella estaba llena de pósters de temática científica. En uno de ellos aparecía la estructura de un átomo, en el siguiente, el dibujo de un jovencito Einstein en posición de lucha ante otro individuo y, otro más en el que, en la parte superior se leía «Mecánica cuántica», debajo, un complejo diagrama y, al pie de la imagen, un texto con la pregunta: «¿Onda o partícula?». Bajo los carteles había una mesa de escritorio con un portátil abierto encima y varios aparatos electrónicos que no supo identificar.
Cuando giró la cabeza a su derecha, un nuevo póster captó toda su atención. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver la siniestra imagen de un gato negro dentro de una caja, con la mitad de su cuerpo dibujada como una calavera. A continuación, su mirada cayó en la mesa de cristal sobre la que descansaba un baúl de madera de unos sesenta centímetros de largo por cuarenta de ancho. A su lado, un trípode con un móvil encarado hacia él y, más allá, un estuche de cuero negro, un bloc de notas y un bolígrafo.
Se aproximó a la mesa y, vacilante, quitó el pequeño cierre metálico del baúl y lo abrió.
Andrea permaneció en estado de shock durante un instante, acto seguido, lanzó un grito y las lágrimas empezaran a brotar de sus ojos.
En la caja se hallaba Rudolf, estaba tendido, inmóvil y tenía la boca medio abierta. A poca distancia de su cabeza, había un pequeño frasco tumbado, al pie de una especie de mecanismo.
Andrea se enjugó las lágrimas y dirigió su mirada hacia el móvil, lo sacó del soporte y lo encendió. Estaba preparado para grabar un vídeo. De inmediato, buscó en los archivos guardados y reprodujo el más reciente. En él pudo ver como Rudolf era anestesiado y metido en el baúl. Cerró el vídeo y pasó al siguiente archivo. La grabación mostró unas manos que abrían lentamente la caja, en su interior, apareció el cadáver de Brenda.
—¡¿Qué haces tú aquí?! —oyó exclamar de repente a su espalda.
Sobresaltada, Andrea se dio la vuelta y observó a su vecino en el umbral de la puerta.
—¿Por qué… por qué les has hecho esto? —manifestó con la voz rota.
—No es nada personal. Es solo ciencia. Con este experimento daré la respuesta que nadie ha sabido dar.
—¡¿Les has matado por un experimento?! ¡¡Estás enfermo!! —exclamó Andrea iracunda.
—Tú no lo entiendes. La muerte de estos animales no será en vano. Pasarán a la historia. En cuanto haya hecho las pruebas suficientes pondré fin a la paradoja del gato de Schrödinger.
—¿¿Qué?? —preguntó atónita.
—Schrödinger dice en su experimento teórico que el gato está vivo y muerto a la vez. Yo lo he puesto en práctica y resolveré la duda para siempre.
Andrea le miró fijamente, se movió un poco hacia el lado izquierdo y manifestó:
—Deja que me vaya... no le diré nada a nadie.
El vecino quedó en silencio por un segundo y luego expuso:
—No puedo arriesgar la investigación, es demasiado importante.
El hombre fue acercándose a ella con lentitud. En cuanto llegó a su altura intentó agarrarla. Andrea, que había tomado el bolígrafo de encima de la mesa, lanzó su mano con fuerza y se lo clavó en la cara. El vecino gritó de dolor y se llevó ambas manos hacia la mejilla herida. Ella aprovechó el momento para salir corriendo de la habitación e ir hacia la puerta de entrada al piso.
Justo cuando la estaba abriendo, notó como la agarraban del brazo y tiraban de ella con fuerza. Andrea se volvió, le golpeó en la cara logrando que la soltara y se dirigió a toda prisa hacia la cocina. En cuanto puso un pie dentro, sintió un fuerte golpe en la espalda, yendo a parar contra la encimera.
—Ya buscaré algún experimento para ti —apuntó él mientras se acercaba a ella con una siniestra sonrisa en los labios.
Andrea se dio la vuelta. Su mano derecha se alzó empuñando un cuchillo de cocina y, sin dar tiempo a la reacción, se lo clavó en el cuello, luego, miró a los desorbitados ojos de su vecino y sentenció con rabia:
—Ahora eres tú el que estas vivo y muerto a la vez.