En las últimas semanas su mujer le había advertido que le veía muy despistado y con extraños comportamientos. Durante todo aquel fin de semana ella se había mostrado muy seria y le había dejando caer algún que otro comentario al respecto, pero la situación terminó por estallar el domingo por la noche en que, visiblemente enfadada, le pegó una monumental bronca exigiéndole que, al día siguiente, en cuanto fuera a trabajar al hospital, se hiciera un exhaustivo chequeo.
Miguel sabía que ella tenía razón, no le había contado nada para no preocuparla, pero llevaba con lagunas de memoria desde hacía casi un mes. La reprimenda de su mujer le había dado el empujón que necesitaba para pedir una consulta en neurología.
Miguel entró por la puerta del hospital, dio los buenos días a la nueva recepcionista, que le devolvió el saludo con una agradable sonrisa y fue a tomar un café. A su mesa se acercó la jefa de traumatología.
—¿Cómo estás? —preguntó con gesto grave.
—Bien. A ver si consigo despertar con este café ¿Y tú?
—Yo he tenido de guardia, por suerte este fin de semana no ha sido especialmente movido.
—Me alegro… bueno —dijo él dando el último sorbo a la taza —el trabajo me reclama.
—Por supuesto. Cuidate.
Miguel salió de la cafetería intrigado por el tono que la traumatóloga había utilizado al preguntarle cómo estaba pero, sobe todo, por la pesadumbre que su rostro había manifestado. Una punzada de inquietud le atravesó la mente ante la posibilidad de que en el hospital hubieran notado sus lagunas de memoria.
«A la hora del almuerzo iré a neurología» pensó para sus adentros. Ahora solo tenía ganas de concentrarse en el trabajo e intentar olvidarse de todo aquello por un rato.
Tras tomar el ascensor, bajó una planta girando a su derecha, avanzó hasta el final de un largo pasillo y accedió a la primera sala que quedaba a su izquierda. Tras un par de minutos, salió por la puerta con su bata azul, guantes y una mascarilla puesta. De repente, se detuvo un momento, miró alrededor y se tocó los bolsillos, a continuación siguió andando hasta haber rebasado el ascensor, luego, entró por la puerta de le sala que se hallaba a su izquierda.
Miguel se acercó a un hombre tumbado en una camilla, apartó la sábana y metió su mano derecha en el bolsillo sacando un bisturí. Se lo acercó al pecho y empezó a cortar desde el borde superior del tórax, la sangre empezó a brotar de inmediato.
—¡Eh! ¡¿Qué está haciendo?! ¡¡Pare!! —gritó a su espalda un alarmado enfermero.
Miguel se detuvo en seco, dio un paso atrás y, después de bajarse la mascarilla, dejó caer el bisturí al suelo.
Mientras el enfermero taponaba la herida del paciente, una doctora entró por la puerta.
—¿Pero qué pasa aquí? —preguntó airada
—¡Ha abierto al paciente sedado! —exclamó el enfermero muy alterado.
La doctora se giró y manifestó atónita:
—¡¿Cómo?!… ¡¡Miguel!! ¡¡Joder!! ¡¿Qué has hecho?!
Miguel, mirando estupefacto su ensangrentada mano enguantada, respondió balbuceante:
—Yo… yo estaba en mi… mi sala de autopsias…
—¡¿Y qué haces aquí?! ¡¿Cómo has hecho esto?!
—No lo sé… te juro que no lo sé… Ella me había advertido hace semanas… ayer mismo me hizo prometerle que me haría una visita… dios mío… tenía que haberle hecho caso a mi mujer, ella…
—¿Pero qué demonios estás diciendo? —interrumpió con asombro la doctora, quien hizo una leve pausa y prosiguió—: Miguel, tu mujer murió hace un mes.
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