viernes, 28 de febrero de 2025

Vacíos



Lucía abandonó la casa de sus padres y salió a la calle. Necesitaba tomar el aire y estar un momento a solas. No hacía una hora que habían acabado de enterrar a su madre quien, con sesenta y dos años, había fallecido la noche anterior tras un año y medio luchando contra un agresivo cáncer de hígado.

A Lucía no le quedaban más lágrimas que derramar, ahora se sentía tremendamente agotada y con un vacío en el alma que no llenaría jamás. Abrió el pequeño bolso que llevaba consigo, cogió el paquete de tabaco de su interior y encendió un cigarro dándole una intensa calada.

«Tengo que dejarlo» pensó al tiempo que echaba el humo por la boca.

Después de acabar el cigarrillo, miró al nítido cielo azul con el que aquel pequeño pueblo de montaña había amanecido y sonrió levemente pensando que su madre estaría ya ocupando su lugar allí arriba, acto seguido regresó al interior de la casa. En el salón solo encontró a su hermano Carlos hablando con su mujer.

—¿Dónde está papá? —le preguntó ella.

—Está en su habitación, quería cambiarse de ropa —respondió su hermano..

—¿Y Fran?

—Acaba de irse a la cocina a por otra botella de vino

—Ya le vale… —comentó contrariada.

Dio media vuelta y se dirigió a la cocina dispuesta a pedirle a su hermano menor que se contuviera un poco. Una vez allí, observó sobre la mesa una copa medio llena y dos botellas, una de las cuales completamente vacía, sin embargo Fran no estaba. Lucía supuso que habría ido al lavabo y esperó. Pasados un par de minutos se encaminó al cuarto de baño y llamó a la puerta con los nudillos:

—¿Fran? ¿Estás ahí? —preguntó con un poso de inquietud en la voz.

Al no obtener respuesta abrió la puerta. El baño estaba vacío.

«Este ha ido a acostarse arriba» pensó instantáneamente.

Lucía aprovechó que estaba allí para hacer sus necesidades.

—¡Enfermera! —escuchó gritar de fondo.

—¿Enfermera? —murmuró con extrañeza abrochándose los pantalones apresuradamente.

Salió del lavabo y fue directamente al comedor en el que unos minutos antes se hallaban su hermano mayor y su mujer, pero estos ya no estaban. Desconcertada, empezó a gritar llamándoles por sus nombres, al tiempo que subía las escaleras hacia la planta superior. Una tras otra fue revisando todas las habitaciones comprobando que estaban vacías. Ni rastro de su padre, de sus hermanos ni tampoco de su cuñada.

—No es posible… —musitó.

«¿Habrá pasado algo?» se preguntó con verdadera preocupación bajando las escaleras.

Lucía, sin dejar de llamar en voz alta a su familia, examinó de nuevo las estancias de la planta de abajo sin resultado. Al llegar al comedor, la parte racional de su mente había tomado las riendas. No le quedaba duda que tenían que estar todos en la calle. Pensó que si hubiera sucedido algo la habrían avisado y, en cuanto al grito de «enfermera», se le ocurrió que debía ser por la visita de la vieja enfermera del pueblo, vecina y buena amiga de su madre que, pese a su mermado estado de salud, habría hecho el esfuerzo de ir a darles el pésame.

Justo antes de abrir la puerta de la calle escuchó una voz femenina desde el exterior que dijo:

—No se puede hacer nada.

Lucía abrió la puerta y, asombrada, observó que allí no había nadie.

Miró a un lado y a otro y luego anduvo hacia la derecha para ver más allá de la curva que hacía la calle. No había ni un alma. Tras quedar pensativa unos segundos, prosiguió unos metros hasta la casa de la vieja enfermera. Llamó al interfono. Nada. Pulsó un par de veces más el botón pero no hubo contestación alguna. Finalmente desistió y regresó por donde había venido.

—¡¿Pero qué…?! —exclamó al llegar a la altura de casa de sus padres.

Con absoluta estupefacción, miró varias veces a su alrededor sin dar crédito a lo que acababa de contemplar: la puerta de la casa había desaparecido, y no solo la puerta, no había ni balcón ni tampoco ventanas. La fachada entera se había transformado en una uniforme pared blanca que iba desde el tejado mismo hasta la acera y que se fundía a ambos lados con los edificios contiguos.

Lucía clavó sus desorbitados ojos en el suelo intentando recapacitar. Aquello no podía ser más que una pesadilla o una alucinación. O se había quedado dormida en casa de sus padres o la muerte de su madre la había trastocado mucho más de lo que creía. Si estaba siendo un sueño tendría que despertar en un momento u otro pero, si se trataba de un delirio, necesitaba ayuda de forma urgente. A continuación, se puso a llamar a la puerta de varias casas de las que no obtuvo respuesta. Con una mezcla de angustia y temor echó a correr calle arriba.

Un minuto más tarde se hallaba en el centro de aquel pequeño municipio. Todo estaba cerrado. Ni una sola persona y tampoco nadie contestaba desde las casas,

«Esto es una locura» Se dijo a si misma llena de frustración.

Siguió avanzando por aquel desierto pueblo hasta encontrar la iglesia en la que habían celebrado el funeral de su madre. Se sentó en el suelo, se tapó la cara con las manos y lloró amargamente. Secándose las lágrimas levantó la cabeza y, mirando al resplandeciente cielo azul musitó:

—Mamá... ayúdame.

Segundos después, Lucía se puso en pie y empezó a andar hacia las afueras del pueblo, entró en el cementerio, se dirigió a la sepultura de su madre y se tumbó junto a ella.



—¿Mamá?... ¿Puedes oírme?... ¿Mamá? —manifestó Claudia con la voz rota.


—No creo que pueda. La pobre estaba ya muy débil —indicó con ternura la enfermera.


En ese preciso instante, desde la cama de hospital en la que se hallaba, Lucía entreabrió los ojos, esbozó una leve sonrisa, exhaló su último suspiro.

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