jueves, 12 de junio de 2025

El efecto mariposa



Cris llevó sus ojos hacia la ventana de su despacho, admirando la panorámica que ofrecían las lejanas montañas en aquella tarde de primavera. Al cabo de unos segundos, contempló el errático y cautivador baile que, tras el cristal, realizaban dos mariposas. Con una tierna sonrisa en los labios, tomó el móvil , se levantó de la silla y abrió la ventana de par en par. En ese preciso instante sonó el timbre de su casa. Apresuradamente, abandonó el despacho convencido que se trataba del paquete que estaba aguardando.

Al abrir la puerta, se encontró a su hermana mayor. La alegría en el rostro de Cris se desvaneció, apareciendo en su lugar una mueca de decepción.

—¡Joder! Menuda cara se te ha puesto al verme. Ni que fuera tu ex. 

—Perdona, es que creía que era algo que estaba esperando...  ¿Qué te trae por aquí?

—Pues verás, me voy de fin de semana y no puedo llevarme al perro y me preguntaba si...

—¿Y cómo sabes que yo no me voy a alguna parte? —interrumpió Cris.

—Pues porque tú nunca vas a ningún lado. ¿Me harás este favor?

—Está bien, lo haré —contestó con resignación. 

—Gracias hermanito. Aquí están las llaves —dijo tendiéndole el manojo—. Te lo recompensaré.

—Ya...

Justo después de que su hermana se marchara, a Cris le pareció ver a las dos mismas mariposas de la ventana, ahora revoloteando frente a él. Sacó el móvil de su bolsillo y dio unos pasos hacia ellas intentando hacerles un vídeo. De repente, una corriente de aire hizo que la puerta de su casa se cerrara de golpe, se dio la vuelta y, automáticamente, palpó sus bolsillos confirmando lo que ya sabía: las únicas llaves que tenía eran las de casa de su hermana, las de la suya, se las había dejado encima de la mesa del despacho.

—¡Mierda! —exclamó con rabia empujando en vano la puerta. 

Cabreado consigo mismo, cogió su Smartphone y buscó el número de un cerrajero de emergencia. En el momento en que colgaba la llamada, vio de nuevo a las dos mariposas. De pronto, observó a un adolescente y a un niño pequeño que, montados en un patinete eléctrico, subían por la acera a gran velocidad. Iba a llamarles la atención cuando la rueda delantera del patinete se clavó en una hendidura del suelo. El adolescente aterrizó de bruces en la acera a pocos metros de él, mientras que el niño fue a parar a la calzada. Sin pensarlo dos veces, Cris se lanzó hacia el pequeño.

El dolor que sentía era de una intensidad increíble, aún así, sus ojos no paraban de escrutar entre la gente que se había agolpado a su alrededor. Una señora de mediana edad se le acercó y, arrodillándose junto a él, le dijo con voz suave:

—La ambulancia está de camino, aguante.

Cuando estaba a punto de decir algo, pudo ver al niño haciéndose un hueco entre dos personas. Respiró aliviado. Había conseguido salvarle. A poca distancia escuchó la voz de un hombre que se lamentaba amargamente:

—No pude frenar… Dios mío... no pude frenar el autobús a tiempo.

Cris intentó moverse y sintió una desgarradora oleada de dolor.

—Quédese quieto, la ayuda no tardará —señaló la mujer que continuaba a su lado.

De nuevo dirigió su mirada hacia el pequeño, quien seguía observándole completamente absorto. Una vez más, las dos mariposas aparecieron y empezaron a danzar vivamente alrededor del niño. Los ojos de Cris se llenaron de lágrimas mientras sus labios esbozaban una leve sonrisa.

miércoles, 11 de junio de 2025

La autopsia



En las últimas semanas su mujer le había advertido que le veía muy despistado y con extraños comportamientos. Durante todo aquel fin de semana ella se había mostrado muy seria y le había dejando caer algún que otro comentario al respecto, pero la situación terminó por estallar el domingo por la noche en que, visiblemente enfadada, le pegó una monumental bronca exigiéndole que, al día siguiente, en cuanto fuera a trabajar al hospital, se hiciera un exhaustivo chequeo.

Miguel sabía que ella tenía razón, no le había contado nada para no preocuparla, pero llevaba con  lagunas de memoria desde hacía casi un mes. La reprimenda de su mujer le había dado el empujón que necesitaba para pedir una consulta en neurología. 

Miguel entró por la puerta del hospital, dio los buenos días a la nueva recepcionista, que le devolvió el saludo con una agradable sonrisa y fue a tomar un café. A su mesa se acercó la jefa de traumatología.

—¿Cómo estás? —preguntó con gesto grave.

—Bien. A ver si consigo despertar con este café ¿Y tú?

—Yo he tenido de guardia, por suerte este fin de semana no ha sido especialmente movido.

—Me alegro… bueno —dijo él dando el último sorbo a la taza —el trabajo me reclama.

—Por supuesto. Cuidate.

Miguel salió de la cafetería intrigado por el tono que la traumatóloga había utilizado al preguntarle cómo estaba pero, sobe todo, por la pesadumbre que su rostro había manifestado.  Una punzada de inquietud le atravesó la mente ante la posibilidad de que en el hospital hubieran notado sus lagunas de memoria.

«A la hora del almuerzo iré a neurología» pensó para sus adentros. Ahora solo tenía ganas de concentrarse en el trabajo e intentar olvidarse de todo aquello por un rato.

Tras tomar el ascensor, bajó una planta girando a su derecha, avanzó hasta el final de un largo pasillo y accedió a la primera sala que quedaba a su izquierda. Tras un par de minutos, salió por la puerta con su bata azul, guantes y una mascarilla puesta. De repente, se detuvo un momento, miró alrededor y se tocó los bolsillos, a continuación siguió andando hasta haber rebasado el ascensor, luego, entró por la puerta de le sala que se hallaba a su izquierda.

Miguel se acercó a un hombre tumbado en una camilla, apartó la sábana y metió su mano derecha en el bolsillo sacando un bisturí. Se lo acercó al pecho y empezó a cortar desde el borde superior del tórax, la sangre empezó a brotar de inmediato.

—¡Eh! ¡¿Qué está haciendo?! ¡¡Pare!! —gritó a su espalda un alarmado enfermero.

Miguel se detuvo en seco, dio  un paso atrás y, después de bajarse la mascarilla, dejó caer el bisturí al suelo.

Mientras el enfermero taponaba la herida del paciente, una doctora entró por la puerta. 

—¿Pero qué pasa aquí? —preguntó airada

—¡Ha abierto al paciente sedado! —exclamó el enfermero muy alterado.

La doctora se giró y manifestó atónita:

—¡¿Cómo?!… ¡¡Miguel!! ¡¡Joder!! ¡¿Qué has hecho?! 

Miguel, mirando estupefacto su ensangrentada mano enguantada, respondió balbuceante:

—Yo… yo estaba en mi… mi sala de autopsias… 

—¡¿Y qué haces aquí?! ¡¿Cómo has hecho esto?! 

—No lo sé… te juro que no lo sé…  Ella me había advertido hace semanas… ayer mismo me hizo prometerle que me haría una visita… dios mío… tenía que haberle hecho caso a mi mujer, ella…

—¿Pero qué demonios estás diciendo? —interrumpió con asombro la doctora, quien hizo una leve pausa y prosiguió—: Miguel, tu mujer murió hace un mes.


domingo, 1 de junio de 2025

El abuelo



El abuelo, como de costumbre, se hallaba en el porche de la casa meciéndose plácidamente en su añejo balancín. A lo largo de la mañana había ido observando como el cielo se encapotaba. Ahora tenía la mirada puesta en la carretera, abstraído en el ir y venir de los vehículos que circulaban a gran velocidad.

-Once y un minuto -dijo el abuelo de repente.

-No abuelo, falta poco pero aún no son las once. -respondió su nieta desde el umbral de la puerta, sin levantar la vista del móvil.

-Agua.

-¿Quieres agua abuelo?

-Humo.

La nieta, sorprendida por sus palabras, entró en casa y fue en busca de su madre, a quien encontró en la cocina.

-Mamá ¿El abuelo ha tomado hoy las pastillas? Está ausente y dice cosas extrañas.

-Las ha tomado pero ya sabes que, aún así, de vez en cuando suelta algo fuera de lugar.

--Sí, pero hoy está especialmente raro.

La nieta llenó un vaso con agua y salió al porche.

-Aquí está el agua abuelo.

El abuelo hizo caso omiso y permaneció impasible con los ojos fijos en la carretera.

-¿Abuelo?

Entonces se oyó un gran estruendo, dos coches habían chocado de frente y uno de ellos se estaba incendiando. En ese momento, empezó a caer una tímida llovizna y una oscura humareda envolvió la carretera.

domingo, 25 de mayo de 2025

Pensamientos XXII

-Los ruidos de la razón enmudecen la inteligencia.

-Por claro que el destino se manifieste, insondable permanece.

-Mientras los ojos escrutan el presente, el alma susurra al horizonte.

-El mar ahoga la tristeza anclada por el mal.

-Sin senda por la que llegar al final, el final será el camino.

-El espíritu se sabe uno y parte a la vez.

-El universo busca equilibrios, la mente sus límites.

-Sabio es el sentimiento que comprende su razón.

-Es el foco y no el destino quien dirige al sinsentido

-Las sombras del mundo alumbran la imaginación 

-Cuando el alma se quiebra el espíritu se revela. 


viernes, 9 de mayo de 2025

Señales



Después de la visita de su hermana mayor y su agotador hijo pequeño, quien no paró de jugar y corretear por toda la casa ni un segundo, Sandra se había propuesto escribir un nuevo relato. Tras casi veinte minutos frente al monitor borrando todo lo que iba tecleando, el editor de texto permanecía con la página en blanco. 

Se encontraba pensativa mirando fijamente la pantalla, cuando vio como el pequeño y titubeante cursor avanzó por si solo tres espacios y se detuvo. Atónita, se incorporó en su silla sin apartar los ojos del cursor. No se movió más. Sandra supuso que la barra espaciadora se habría quedado medio enganchada. Dio varios toques a la barra y regresó al inicio del documento, luego, se concentró en hallar la frase con la que dar pie a su relato. 

De pronto, el cursor avanzó nuevamente tres posiciones, aunque en esta ocasión lo hizo con un segundo de diferencia entre espacio y espacio. Sandra esbozó una sonrisa y tecleó:

«Estate quieto ya»

Como si se tratara de una respuesta, el cursor volvió a moverse tres espacios de forma consecutiva y sin pausa alguna. Sandra borró lo escrito y aguardó con los ojos clavados en la pantalla. Instantes después, el cursor repitió una secuencia de tres espacios por tres veces, de la misma forma en que lo había hecho con anterioridad.

 —¡¿Pero qué coño...?! —murmuró.

Una idea cruzó por su mente, tomó el ratón y minimizó el editor. Abrió el programa de protección antivirus e inició un escaneo de seguridad de su equipo, mientras buscaba por internet alguna información sobre virus que pudieran provocar efectos parecidos en un ordenador.

Tras media hora larga de consultas, no sacó nada en claro. La cuestión podía ir desde un fallo del propio programa a que alguien se hubiera apoderado del control de la computadora y estuviera jugando con ella. Agobiada, se levantó de la silla y salió del despacho, fue a la cocina y se preparó un café.

Estaba dando el último sorbo a la taza, cuando se le ocurrió algo. Cogió su móvil y le mandó un WhatsApp a uno de sus mejores amigos quien, a parte de ser un entendido en ordenadores, era todo un friki de los fenómenos extraños. Aquello le iba a encantar. 

Tras mandar el mensaje regresó al despacho. Acababa de sentarse frente a la pantalla cuando su teléfono emitió el sonido de notificación. Su amigo había respondido. Sandra abrió el WhatsApp y lo leyó de inmediato:

 «La hostia! Es raro de cojones. Puede que sea un mal funcionamiento o un hackeo pero también cabe la posibilidad que alguien o algo se esté comunicando para pedirte ayuda. Esa secuencia de espacios es código morse de manual. Es un S.O.S.»

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Sandra, pensando que la línea que separaba la genialidad de la locura era muy fina y que su amigo se había encargado de borrarla hacía ya tiempo. De todos modos, le contestó agradeciéndole la explicación y diciéndole que le informaría si pasaba algo más.

Acto seguido, devolvió sus ojos a la pantalla del ordenador en la que aparecía la ventana del buscador de internet. Escribió en él «S.O.S. Morse» y comprobó que las letras del acrónimo de socorro se correspondían con una serie de tres puntos, tres rayas y tres puntos y que también podían realizarse con una serie de pulsaciones o ráfagas. Meditabunda, regresó a la pantalla de inicio del buscador. De repente, en el recuadro de texto, el cursor repitió la secuencia. 

Ahora estaba convencida de que alguien se había metido en su ordenador. Inquieta, tomó el móvil y llamó por teléfono a su amigo para contarle lo ocurrido.

—Mi opción es mejor que la tuya —expuso su amigo tras escucharla.

—¿Y eso por qué? —preguntó con extrañeza.

—Pues porque si es un hacker jugando contigo es mucho más jodido. Mejor que sea alguien pidiendo ayuda, aunque sea un fantasma digital.

—Muy gracioso... ¿Y qué puedo hacer?

—Comprobar si tienes un intruso en el sistema.

—¿Y cómo lo hago?

—Lo primero es averiguar si alguien está conectado a tu red o a tu ordenador. Luego te paso unos enlaces en los que se explica como hacerlo. Si no encuentras nada, entonces queda la explicación alternativa. 

—Miedo me das… ¿Y qué explicación es esa?

—Pues que podría ser una llamada de socorro de alguien cercano a ti que se estuviera manifestando a través del ordenador, o de un espíritu que habitara en tu piso o en el edificio. 

—De momento miraré lo del intruso y luego ya iremos viendo.

—Bueno, sea lo que sea, mantenme informado —apuntó su amigo.

—No lo dudes.

Tras despedirse, Sandra abandonó el despacho, fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Antes de que hubiera terminado de beber, recibió en el móvil el mensaje de su amigo con los enlaces. Sandra se disponía a darle las gracias cuando observó estupefacta como el cursor de la ventana de texto realizaba otra vez la misma secuencia.

—Mierda —murmuró para sí.

Mientras empezaba a escribir un nuevo WhatsApp a su amigo, Sandra se dio la vuelta para abandonar la cocina, en ese preciso instante, su pie derecho pisó un pequeño objeto que hizo que resbalara y cayera de espaldas.

El impacto contra el suelo la dejó inconsciente. Al cabo de un par de segundos, una pequeña mancha de sangre comenzó a aparecer tímidamente junto a la cabeza. A escasos centímetros de su mano se hallaba el teléfono móvil, de pronto, a través de él se escuchó la lejana voz de su amigo:

—Sabes que no me gustan las llamadas por WhatsApp...  ¿Sandra?... ¿Sandra?


viernes, 2 de mayo de 2025

Sombras



Hugo se miró al espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. La imagen que le devolvió era borrosa pero podía verse a él mismo como si fuera una película: estaba saliendo sonriente por la puerta de la discoteca y le acompañaba una chica rubia. Dio un paso hacia el espejo y la imagen cambió, ahora ambos se encontraban en el asiento trasero de su coche mirándose fijamente. De repente, el reflejo se ensombreció y contempló atónito como sus manos se lanzaban hacia ella y empezaban a estrangularla, cuando los verdes ojos de la chica perdieron todo brillo de vida, la imagen saltó de nuevo y se vio arrastrando al cuerpo inerte fuera del vehículo.

—¡Hijo! ¡Despierta! —exclamó su madre moviéndole el brazo.

—¡¿Qué?! —manifestó Hugo entre confuso y alterado.

—Estabas teniendo una pesadilla —apuntó su madre en voz baja.

—Sí... una pesadilla —comentó haciéndose consciente de que se hallaba tumbado en el sofá del salón.

—Eso te pasa por mirar esas dichosas series de zombis… y por beber demasiado. Venga, espabila y avisa a tu hermana de que en menos de media hora comemos.

Hugo se levantó con gran lentitud a causa de la fuerte resaca que padecía y se dirigió a la habitación de Paula aún pensando en la pesadilla. Por absurdo que resultara, aquel sueño le había dejado intranquilo. El alcohol le nublaba la memoria de buena parte de la noche, pero se acordaba perfectamente de que en la discoteca había ligado con una chica rubia. Lo siguiente que recordaba era despertar en el coche y llegar a casa alrededor de las cinco de la mañana.

Frente a la puerta de su hermana, llamó por tres veces con los nudillos y dijo:

—Paula, media hora y comemos.

Siguió por el pasillo, entró en su habitación y se tumbó en la cama boca arriba.

«Ha sido solo una pesadilla» pensó, mientras escudriñaba su mente en busca de algún recuerdo de después de haber abandonado la discoteca.

De pronto, se alzó de golpe de la cama, tomó las llaves del coche y salió a la calle. A unos veinte metros se hallaba aparcado su automóvil. Accionó el mando a distancia para abrir la puerta y examinó la parte delantera. Nada sospechoso. Acto seguido, pasó a la parte de atrás. Cuando estaba apunto de cerrar la puerta, sus ojos detectaron algo a los pies del asiento. Se agachó y lo recogió, comprobando que se trataba de un pequeño pendiente de plata con forma de triángulo. Al levantar la cabeza vio varios pelos largos sobre el asiento. Tomó uno de ellos y los sacó del coche para observarlo a la luz del día. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al constatar que el cabello era rubio.

—Vamos, no seas imbécil —se dijo a si mismo intentando reprimir en vano los pensamientos que acudían a su mente.

La angustiosa inquietud que sentía hizo que se dirigiera al maletero. Durante unos segundos se quedó frente a él, mirándolo con el corazón en un puño, finalmente lo abrió. Vacío. En el maletero no estaba el cadáver que su turbulenta mente imaginaba.

Hugo respiró aliviado. Cerró el portón trasero y, aún turbado, regresó a casa. Al entrar en el comedor vio a su padre poniendo la mesa.

—Mira que cara llevas. La fiesta de ayer no te sentó nada bien ¿Eh? —comentó en tono sarcástico.

—No, no mucho—respondió lacónicamente.

—Pues venga, haz algo útil y ve a despertar a Paula de una vez, que en un rato comemos.

—Ya he ido.

—Pues no se ha enterado… otra que tal. Tu madre a ti te ha oído llegar, pero a tu hermana no… la hora que sería.

Hugo fue de nuevo a la habitación de su hermana. En esta ocasión dio varios fuertes golpes a la puerta al tiempo que la llamaba a gritos:

—¡Paula! ¡Venga levanta! ¡Vamos a comer!

Cuando calló no fue capaz de escuchar nada en el interior de la habitación.

—¡Venga! ¡Despierta y mueve el culo! —insistió.

Hugo aproximó su oreja a la puerta pero no oyó absolutamente nada.

—¡Voy a entrar! —exclamó abriendo la puerta.

La habitación estaba vacía y la cama hecha. Ni rastro de su hermana. Con los nervios a flor de piel, fue a la cocina, allí estaban su padre y su madre.

—Paula no está —declaró con voz queda.

—¿Cómo que no está? —preguntó su madre alarmada.

—No está en la habitación. La cama está hecha. Como si no hubiera vuelto.

—¿Pero no fuisteis a la misma discoteca? —intervino su padre.

—Sí, pero ella le pidió el coche a mamá y se fue con sus amigos.

—Voy a llamarla. Id a la calle a ver si está el coche aparcado —les indicó su madre al tiempo que cogía el móvil.

Justo cuando Hugo y su padre estaban a punto de salir por la puerta de casa, la madre les llamó de un grito:

—Venid. Acaba de contestar. Está bien.

Ambos regresaron a la cocina. La madre hablaba con su hija intentando contener las lágrimas.

—No sabes lo que nos hemos asustado… podrías haber… ya… bueno, no tardes —tras colgar el teléfono miró a Hugo y declaró airada —dice que viene para acá y que ya te avisó de que se quedaba en casa de Javier y que vendría a la hora de comer.

—Lo siento. No... no lo recordaba —respondió compungido.

—Ya te vale —apuntó su padre ostensiblemente molesto—. Madura un poco, hijo, madura un poco.

Veinte minutos más tarde, su hermana llegó a casa. Hugo tuvo que aguantar un nuevo sermón de sus padres y Paula intentó disculpar a su hermano:

—La verdad es que él ayer no iba muy fino —comentó con una media sonrisa—. Debería haber pensado en que podía no acordarse de lo que le dije. Tenía que haberos mandado un mensaje o llamar esta mañana.

—Está bien —señaló la madre—. Dejémoslo. Lo importante es que al final no ha pasado nada.

—Espero que sirva de lección —señaló el padre mirando de reojo a su hijo.

Tras la comida, Paula se marchó a su cuarto y Hugo se quedó a limpiar la mesa, después, fue a la habitación de su hermana.

—¿Qué quieres hermanito?

—¿Hermanito? Te recuerdo que somos mellizos y yo salí el primero.

—La edad no es solo una cuestión física —contestó con una sonrisa burlona.

—Bueno… yo venía a preguntarte si ayer me viste en la discoteca con una chica rubia.

—Sí, te vi con ella.

—He hallado esto en mi coche —Hugo metió la mano en el bolsillo sacando el pendiente de plata—. ¿Podías preguntar a tus amigas si alguien la conoce? Es que no recuerdo el nombre ni tampoco tengo su número.

Helena le cogió el pendiente, se apartó la melena y, poniéndoselo en el lóbulo izquierdo, declaró—: Gracias por encontrarlo... y ya puedes olvidarte de esa chica. No era para ti.

—¿Cómo dices? —manifestó perplejo.

—Era una maldita zorra, pero tú no te preocupes, ya me he encargado de que no te moleste más.



viernes, 11 de abril de 2025

El cuarto día



—Te lo dije, Chus, te dije que esto podía pasar —comentó la mujer casi al borde de las lágrimas— pero tú tenías que llegar hasta el final.

—Lo siento, pero sabes que tenía que hacerlo —musitó el hombre con un rictus de dolor en la cara.

—Ya, y tenía que acabar así… no puedo entender como no te ha ayudado —respondió con amargura.

—Magda… no te pongas así, sabes que él no podía hacer nada. 

—Y menos mal que cuando te sacamos de allí tuvimos la suerte de encontrar a un doctor dispuesto a atenderte. 

—No fue suerte. Fue la providencia.  

—Pues ahora piensa bien qué futuro quieres para nosotros, o mejor dicho, piensa si quieres seguir con  vida —comentó la mujer con pesadumbre.

—Debo hacer lo que...

—No le debes nada a nadie —le interrumpió ella—. Como tú mismo has dicho, has hecho lo que tenías que hacer. Les has liberado. Ahora deja que las cosas sigan su curso. 

—Entonces tú crees que ya he cumplido mi misión.

—Más allá de cualquier límite, amor. Ahora piensa en esto: has sido dado por muerto e incluso tienes una sepultura… vamos, se te ha concedido una segunda oportunidad, aprovéchala, vive.

 El hombre la miró meditabundo con sus profundos ojos oscuros y guardó silencio. La mujer retomó la palabra:

—Te dejo para que descanses, más tarde volveré con algo de comer.  

En cuanto la mujer abandonó la estancia, el hombre  intentó incorporarse en su lecho provocándose una fuerte punzada de dolor en el costado, finalmente, desistió y volvió a tumbarse boca arriba. No podía recordar cómo le habían salvado, solo era consciente de haber despertado el día anterior. Sin embargo, se acordaba perfectamente lo ocurrido cuatro días atrás. En cuanto cerraba los ojos acudían a su mente los insultos, las vejaciones y cada uno de los momentos de intenso dolor a los que había sido sometido.

 «Ella tiene razón» pensó «He sido crucificado y aún sigo aquí. Dios ha querido que viva»



El efecto mariposa

Cris llevó sus ojos hacia la ventana de su despacho, admirando la panorámica que ofrecían las lejanas montañas en aquella tarde de primavera...