El aire exterior no puede entrar en la habitación, detrás de la sellada ventana dos pequeños ojos observan el cielo despejado; allá en las alejadas montañas del horizonte puede vislumbrarse un cierto brillo blanquecino causado por las primeras nieves, el sol es radiante y un suave viento acaricia las ramas de los árboles dándoles un movimiento rítmico, casi armónico. Delante de esos pequeños ojos, unos oscuros pájaros revolotean sin cesar frente a la ventana, mientras otros descansan posados sobre un tendido eléctrico, de vez en cuando, algunos de ellos se dejan caer en picado hacia el suelo.
Los pequeños ojos se dirigen hacia la puerta de la estancia en la que se encuentra, su mirada es triste y compungida. Esa insalvable puerta de acero les mantiene inexorablemente encerrados, aislados completamente del mundo. Ya no recuerdan cuánto tiempo hace que les metieron allí y desde entonces la puerta no ha vuelto a abrirse.
Ahora los pequeños ojos giran hacia la pared del fondo de la habitación, como si de alguna forma intentaran traspasarla, como si con la mirada pudieran ver y escuchar a través de ella, pero sólo se oye el vacío, todo está en silencio... hace ya días que no se oye gritar a nadie. Abatido, su vista cae hacia el suelo y como tantas otras veces, entre lagrimas secas, los ojos se hacen conscientes de su angustiosa soledad.
Al rato, los pequeños ojos vuelven a levantarse y se desplazan hacia el rincón derecho del cuarto, revisan el agua y la comida... dos días más y no quedará nada. Al lado de los víveres está situada la cama, no es más que un colchón viejo en el suelo y unas cuantas mantas. En el otro rincón de la habitación, en la parte más alejada, es donde están los restos de basura y sus propios residuos corporales.
Instintivamente los pequeños ojos se dirigen a la ventana, una ventana de ilusión dentro su desconsolada existencia, pues hay algo que desean ver y por esa razón vuelven una y otra vez a la ventana. Les encantaría poder observar a dónde van los oscuros pájaros cuando bajan al suelo y qué es lo que hacen allí. Los pequeños ojos se esfuerzan, pero la altura no les permite llegar al cristal para ver aquello que quisieran. Les gusta mucho mirar a esos pájaros, les gusta contemplar su vuelo, pero sobre todo les gusta poder sentir a otro ser vivo, y eso es lo único que tiene aparte de la ausencia, lo único que llena su vida.
El fulgor de una idea brilla en la retina de esos pequeños ojos y ya no existe otro objetivo para ellos que ese pensamiento; sin perder un momento, arrastran el colchón bajo la ventana y empiezan a acumular sobre él todo lo que encuentran en la habitación que les pueda ser de utilidad para elevar su posición.
Cuando los pequeños ojos han logrado realizar un pequeño montículo sobre el colchón, suben a él con avidez, deseosos de mirar, de percibir y sentir algo distinto. Ahora se encuentran en la cima, se ponen de puntillas y los pequeños ojos se estiran al máximo frente al cristal.
Al fin consiguen ver hacia dónde se dirigen los oscuros pájaros, y allí están, en el suelo, comiendo, picoteando sin parar y moviéndose nerviosamente a pequeños saltos entre decenas de cuerpos humanos sin vida.